Mechuque

Bitácora chilota – 20 Abril 2015

Pasado aquel temporal en Ayacara, podíamos cruzar el estrecho de Chiloé continental a Chiloé insular, para empezar a ver las islas que nos interesaban antes de acabar nuestro periplo en la capital de la gran isla, en Castro. Navegábamos de ceñida e izamos las cinco velas del Issuma. El frío viento nos mantenía abrigados mientras nos calentábamos con tés y cafés.

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Era tarde cuando entramos en la bahía protegida de Mechuque, y los colores de los barcos y las casas al entrar hicieron juego con los naranjas horizontales del atardecer. Fue una llegada tranquilizadora. Fondeamos lejos del fondo de la bahía, desde donde venían sonidos sordos de martillos que construyen barcos de madera.

A la mañana siguiente, soleada, nos lanzamos a ver el pueblo, y entramos en modo silencio de nuevo, pues el lugar era de aquellos que no se ven fácilmente y atraen el interés en cada esquina. El viaje en barco, o mejor, el agua, te deja en sitios que no son accesibles de otro modo. A mí me parecía estar en un pequeño pueblo pesquero escocés, con todas las casas hechas íntegramente de madera, cuyos tejados y exteriores se cubren con tejuelas de esa madera local de alerce que se cierra con el tiempo y es a prueba de agua durante años.

El pueblo estaba desierto y silencioso. Un museo de navegación cerrado y un antiguo bar roto y abandonado pero pintado en un color alegre nos recibieron. Después, una surrealista intersección de 3 calles nos abrió a un puente de madera con un templete a dos alturas en la mitad, mágico lugar para unos niños que no existen en el pueblo. Parece que aquí la gente sigue emigrando a las grandes ciudades, cuando yo siento lo contrario, yo viviría aquí tranquilo, a falta de algo que me ate, que no sé qué es pero supongo sigo buscando.

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Desde allí arriba ví que al otro lado nos esperaba una idílica iglesia, de madera, y un parque donde nos cruzamos con un policía!! Sonreía y nos habló, aburrido, parecía feliz.

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Una gran casa abandonada nos permitió cucear sus interiores viejos pero que hacían puertas a la imaginación y al espontáneo deseo de ‘okuparla’. Por sus ventanas, la naturaleza amenazaba con quedarse por siempre con el lugar.

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Richard decidió volver al barco, pero las pequeñas dimensiones de la isla me hicieron intuir que debería haber un lindo camino de tierra alrededor, o a través, sólo los locales me facilitarían esa información, si salían de sus escondrijos. Olga se animó y caminamos fuerte, sin saber cuántas horas nos llevaría la jugada.

Cuando volvimos a ver nuestra bahía tras unas horas caminando en círculo, descansamos sentados y almorzamos; un extraño hombre nos molestó por estar en aquel lugar. Cuando le explicamos que sólo queríamos ver las vistas, nos obligó a seguirle, con mi atenta mirada de desconfianza.

Sólo quería, como todos los hombres buenos de estas tierras, llevarnos a ver las mejores vistas del lugar: las de su casa. Una preciosa finca en las alturas, un café fortísimo que nos hizo cagar en su casa entre risas, una bizarra conversación y, finalmente, una sentada en su jardín, desde el que sí, teníamos las mejores vistas de la isla, las otras islas, el mundo, y nuestra pequeña goleta roja, siempre esperándonos a palo seco.

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