Great ocean road

Australia, marzo 2016

Fue con mi querido Scott, el mismo con el que viajaba hace tres años intermitentemente entre Méjico y Panamá, con el que salí de Adelaida después de 2 meses de buscar trabajo y trabajar. Contento con continuar mi aventura tras la vida de ciudad y con un buen puñado de dólares australianos en mi bolso, nos fuimos a su ciudad natal, Horsham, a conocer a su familia. Scott acaba de volver a casa -y a mí me quedan cientos de meridianos!- y nos emociona viajar un par de días en su país.

Me enseñó, lo primero, el parque nacional de Grampians, en Victoria, donde ví las vistas más impresionantes que recordaré de Australia, perdiéndose en todas las direcciones desde las alturas y 360º. Scott me mostraba lugares de su infancia, que a mí me parecían miradores del rey León.

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Dicen que el primer canguro que ves en Australia está muerto en la carretera. Es cierto. Es triste pero la carretera está llena de ellos, y no se puede conducir de noche porque es, prácticamente, un choque seguro.

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Volábamos después hacia el sur en coche entre inmensas tormentas de verano y extensos desiertos para enganchar la costa desde Port Fairy hacia Melbourne, donde empezaba la experiencia de mi Great Ocean Road y él me dejaría -es tiempo de estar en casa para Scott-. Mi camino a dedo por la costa sur australiana es una delicia de paisajes: altos acantilados terrosos, islotes verticales que aguantan la erosión, vientos fuertes del sur, y playas que mezclan unos colores nuevos para mí.

La ruta tiene menos tráfico del esperado y el estilo furgonetero de Nueva Zelanda, he conocido gente interesante con quienes compartir cafés en casas-cafetería en lo alto de colinas frente al mar escuchando al viento o protegiéndonos de la lluvia. La ruta serpentea con las playas, cabos y desembocaduras y hay tramos que son verdaderas delícias.

Las acampadas han sido a veces complicadas e incómodas pero nadie me ha molestado. Algunas en pleno arbusto por no encontrar nada mejor y tener que resguardarme del viento, otras en plena arena playera, otras simplemente tumbado a cielo abierto en praderas como la de Apollo Bay. He tenido mis ratos de caminar en inmensas playas solo para mí esperando a la puesta de sol, leer, cocinar, hacer fuegos nocturnos o despertarme y dejar pasar la mañana con presencia, en definitiva, vivir minutos naturales y sabrosos que no tenía desde Zelandia.

Y sí, claro, he tenido mis encuentros con canguros. Algunos son confiados y se dejan acercar; el canguro gris no es tan grande como el rojo, que es el que pega hostias como panes: espero verlo en Tasmania. Sus enormes patas traseras hacen imaginar instantáneamente la capacidad del salto que tienen, y el grosor y la fuerza de la cola es tal que contínuamente se sostienen sobre ella en sus movimientos. Cualquier canguro, independientemente de la raza, tiene siempre una cómica expresión, te mire de frente o de lado, que raramente no acaba en una carcajada. Una mañana en un campo interior la naturaleza me regaló una hembra confiada que protegía, en su bolsa maternal, un retoño con una patita fuera: cuando la madre se agachaba para mordisquear la hierba, el pequeño estiraba el cuello para hacer lo mismo.

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La fuerza natural de Australia es grande; me llevo el sonido de los cuervos, siempre presentes, especialmente en mis días de vivir en Adelaida, pues me despertaba cada día con ellos.

Innúmeras clases de aves poblaron mis caminares en carretera: marinas y terrestres, huidizas y confiadas, salvajes y preciosas, mantuvieron siempre mi sensación de estar en un lugar remoto, un lugar donde algunas cacatuas se posan en mi mano sin miedo, confiando en que somos amigos.

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Koalas había incluso en la ciudad de Adelaida, en un camping. Pero es que no hay ya muchos lugares en el mundo donde se pueda observar una cacatua de colores junto a un perezoso koala, que como todos, constantemente se dopa con hojas de eucalipto y duerme. Allí, en la misma rama: los dos simple, feliz y pacientemente siendo.

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