Los Andes desde el Mar

Bitácora chilota :: 22 Abril 2015

De madera y no de acero son los barcos clásicos chilotas. Los hacen, por cierto, en las orillas de sus islas, más grandes o más pequeños, y entre unos amigos. Mucho han de saber para que esas largas quillas corridas, que pertenecen a un sólo tronco de un generoso árbol, aguanten vientos y mareas y el ensamblaje final no permita la entrada de agua.

En la misma isla de Mechuque paramos en otra bahía, con un grupo de casitas, donde quería conseguir unos choritos o mejillones para cocinar una paella. Los pescadores ya estaban retirados, así que caminamos cruzando el pueblo hacia la playa oriental, pasando por otra de esas originales iglesias de madera, con torre redonda, donde unos niños rompían el silencio desde dentro de una escuela. Era otro pueblo parado de Chiloé, prácticamente desierto, pero con vida.

Recogimos madera para las estufas del barco, y unas peludas y grandes vacas dormidas nos dieron el visto bueno con un abrir y cerrar de ojos al pasar a la playa de piedras; nos llamaron la atención muchas plantas marinas algosas, pero tan duras como el plástico y de formas extrañas. Enormes colchones de éstas flotan en el mar y navegábamos entre ellos. Junto a ellas, decenas de medusas de gelatina pura yacían en las piedras, pero creo que vivas; me quedé junto a una mientras la marea llenante la alcanzaba, y juraría que la ví empujar contra las olas cuando flotó.

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En el horizonte, los Andes. Desde las islas de Chiloé, solo enormes picos nevados, algunos quizás con las primeras nieves de este invierno, se ven sobresaliendo brutalmente. Volcanes espectaculares y picos desgarradores que obeservamos solo unos minutos, pues Richard objetó que era hora de zarpar. Pero desde el barco, rumbo a Achao, eran más bonitos, quizás por la magia de navegar con tal marco.

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Hacía sol, el viento venía moderado de través y avanzábamos con ritmo. Las velas embolsaban y portaban contentas. Me puse manos a la obra, igualmente, con la paella. Teníamos hambre y podía darle el sabor con unas cuantas patas de centolla que nos quedaban, y su caldo. Quizás no fuese muy amarilla pero nos dio, con algo de vino, el mediodía.

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Olga se despistó y atravesó un colchón de esas algas con el barco. Nos ralentizó y se hacía imposible librarse de toda la maraña del timón y hélice ni con arpón y cuchillo: impresionante fuerza en esta planta. Con aún unas pocas bajo el casco, continuamos mientras Richard miraba la perilla del mástil y decía:
-This is fisherman weather.

La vela fisherman era mi preferida: nueva para mí, daba al aparejo de la goleta una estética especial, al ser vela cuadrada y con cuatro puños; pico, garganta, amura y escotas, o así lo traduzco del inglés. Al estar ahí arriba entre los mástiles, hace al barco escorar mucho y se iza solo con determinados nudos de viento. Da un comportamiento más ardiente si el viento no es constante y hay que arriarla muy rápido si se complican las cosas, por lo que dejaba sus drizas en cubierta en forma de ocho y con el chicote abajo, para dejarla caer controladamente. En fin, motivantes cosas de barcos, contaría mil y una.

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Pero no todo el mar es orégano. El viento desaparece como aparece, y lo que pareció ser un corto tramo feliz se prolongó horas y horas, tack after tack, virada tras virada, bordo tras bordo, nuestro zigzag con el escaso viento que se nos puso de frente; nos vinieron los colores, las estrellas, y Achao seguía siendo un punto blanco que se ensanchaba horizontalmente al acercarnos.

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A la orden de Richard, dejé caer 40 metros de cadena tras el ancla bajo la oscuridad, ya en Achao y lejos de otros barcos, siempre locales, y de la orilla, siempre peligrosa cuando la marea baja. Las luces de Achao nos encandilaban, estábamos cansados, y hacía frío. Pero estábamos en un nuevo pueblo mágico de Chiloé, y esas estrellas hablaban de soles picantes tras nuestros sueños de esa noche.

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