El lago último

La última cruzada de los Andes: Capítulo octavo

8 Abril 2015

Dejé la carretera asfaltada que me llevó hasta el Mapuche y continué por caminos de tierra que las voces locales me recomendaban, lejos de motores, cerca de cencerros.

Cuando preguntaba por lagos pequeños e inhabitados a las gentes, tenía una idea en la cabeza para completar mi cruzada; un lago que reflejase bien las montañas, que estuviese limpio, que me diese leña, felicidad e intimidad en mi última noche en los bosques. Me hablaron de uno o dos que estaban a varios kilómetros, y caminé tranquilo surcando tierras de gentes humildes, ganado, casas de madera coloreadas, grandes árboles, manzanas y voilá!: castaños como los de mi tierra, que en este otoño ya dejan las castañas limpias y brillantes en los caminos, listas para llenarme los bolsillos y recordar los domingos en casa o las señoras que las venden a docenas en las calles del Raval.

Siguiendo indicaciones encontré el laguito y al hombre que me dijeron que vería cerca construyendo su casa. Hube de pedirle permiso para acampar por sus tierras, con miedo, pero esta gente siempre se sorprende de que un extranjero quiera acampar en un lugar que o bien no tiene atractivo para él, o bien le halaga por que vengan a su propiedad. Hombre humilde es generoso, y aún tratándome por loco, a lo que ya estoy acostumbrado, buscó el chiste, me convidó amistosamente a carne, me ofreció leña y como gol, conseguí su permiso para utilizar su barquita, lo que me daba esa satisfacción del caminante: la de sentir que estaba en el lugar correcto o de que no había caminado en vano, pues obviamente se venía un regalo de día.

Con el tiempo justo escogí el lugar -no es fácil-, instalé mis cosas y me calenté una cena. Hasta monté la hamaca, todo el despliegue para despedirme del sol de hoy y de los Andes de este viaje. Orienté la tienda pensando en mi despertar, en el despertar que tenía en la cabeza sin concretar pero que fue tan bonito al concretarse como lo que había imaginado.

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¿Por qué me gusta esto tanto? ¿Por qué tan lejos de todo, tan aislado, tan salvaje? ¿Por qué no hace todo el mundo esto? ¿No es igualmente revelador o excepcional para los demás?

Desde mi primera meada, aguantada largo rato la cabrona para no romper ese despertar, fijé mi mirada en una ridícula islita en medio del lago que sobresalía sólo uno ó dos metros y me hacía dudar de que tuviera suelo firme. Un único árbol bajo y varios arbustos se repartían el espacio, gozosos y con toda el agua del mundo para ellos.

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La isla fue mi primer objetivo tras ver que las neblinas se disipaban con el sol. Algo genial de la naturaleza es que te duerme con la oscuridad y el cansancio, y para el alba ya estás despierto, con largas mañanas silenciosas de comunión con el entorno y alguna garza blanca: los animales también madrugan mucho.

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Cuando rompí las aguas con mis ondas concéntricas caían unas gotas que sólo se veían en el agua, no se sentían. Comenzaba una vuelta por el lago super meditativa y silenciosa, con primera parada: la islita. Amarré mi barquita, la nave del día, y me senté a ver qué tipo de seres habitaban tan pequeño lugar. Desde allí, donde apenas podía hacer pie en seco o hacer lugar entre las ramas, observé el mundo, desde una-isla-de-un-lago, y luego mi casita allí en una orilla.

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Y me dediqué a remar a diferentes rincones del lago, a dejar de remar, volver a remar, a visitar esquinas donde almorzar, otras donde tumbarme, a jugar con el agua y sus reflejos, las gotas que caen de los remos rompiendo su superficie, a aburrirme, a cubrirme de la lluvia con un plástico, a ver las nubes cubriendo de rocío los pinos más altos a su paso. Silencio, una garza, silencio.

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Silencio, unas loras llenan con estruendo el panorama, vuelan cotilleando y se posan cercanas, siguen cotorreando, se fue el silencio, se quedan.

Me acuerdo de mis castañas, por primera vez en horas me da por ir a tierra, hacer un fuego, comer, y de postre, las castañas asadas en las brasas, que me llevan a casa mientras las saboreo colgado en la hamaca.

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Creo que me tengo que ir, mi lago estaba allí donde lo busqué, remo hacia casa de mi amigo, el que me ha ayudado a encontrar mi lugar y además sonreía todo el tiempo, y estaba donde debía. El sol arranca una estampa de cuentito que me llevo desde mi barquita, su barquita, mi barquita, la imagen de mi lago.

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Le devuelvo su barquita, ya suya, muchas gracias, cómo agradecerle, le debo una, como a tantos. Adiós, adiós. Es domingo, es hora de salir de las montañas, hacia un pueblo con tráfico. Abril ya crece, y uno de los pocos despertadores de yomelargo ha empezado a sonar. El que me puse para encontrar barcos que me saquen de América hacia el oeste, hacia la inmensidad azul.

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