Los pueblos de paso

La última cruzada de los Andes: Capítulo quinto

3 Abril 2015

Existen personas en el mundo que confían en otras, tras solo un par de días o cafés compartidos en una cocina, tanto como para ofrecerle las llaves de su casa. Así me dijo Mara en el Bolsón, ‘Vas a Bariloche? Yo tengo un apartamento vacío, puedes quedarte allí’. Cuando estas cosas pasan a un viajero como yo, no se sabe cómo agradecerlo. Mara era extrovertida, culta, lectora, activista y consciente, una mafalda que me regaló, sin esperar nada a cambio, unos días acogedores en una casita yo solo, en el frío de San Carlos de Bariloche. Y me mostró un lugar donde hacían cerveza de frambuesa, que quedó para siempre en mi paladar y en mi lista de cosas que probar a hacer en la vida.

Los días en Bariloche fueron de sosiego y cuidado propio. Comer bien, dormir bien, estar bien, ser bien. La ciudad tiene rincones preciosos y está en la orilla del lago Nahuel Huapi, uno de tantísimos lagos que hay a su alrededor. Tantos, que el mejor día de aquellos fue el que dediqué a recorrer los alrededores de la ciudad y sus lagos y montañas.

Un recorrido por una península cercana, la de Llao LLao, me dejó bordear el lago Perito Moreno frente a la isla de los Conejos, con orillas preciosas y montañas inmensas encerrándolo. Caminaba tranquilo por bosques y orillas, con agua y un gran bocadillo en la mochila, con mi cámara de fotos, con poco más: el equipo mínimo de aventura y estampado de recuerdos.

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Si hay una cosa que recordaré gracias a la siguiente foto, que como muchas otras, no tiene un objetivo estético sino el de simplemente registrar algo que no quiero olvidar, es los empaches a moras que me dí por los Andes argentinos. Allá y acá, junto a caminos, entre rocas y en orillas, salen las zarzas junto a las mosquetas, y nunca se acaban, y la mora sabe, y salen a un mes pero al siguiente siguen saliendo otras más jóvenes, y las viejas se pudren junto a las niñas. Era fácil ver mis dedos morados en aquellos días, y no sufrí ninguna indigestión ni por los bichos, que los había diminutos, pero lo que no mata engorda, dice alguien siempre.

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Entre lagunas, orillas, senderos y altos para observar estas aguas frías me dormí media hora después de ingestar mi bocata, las moras y humo. Algún día echaré de menos tal vez la tranquilidad esa, la de dormir en cualquier lugar, incómodo pero libre, sin preocupaciones ni ansiedades. Creo yo.

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En cinco minutos de conocerles tenía una intensa conversación personal con un matrimonio bonairense que apareció en ese mirador, sobre cosas tan íntimas sobre mí que era incluso surrealista. Ya echo de menos el fácil diálogo argentino. Parábamos en cada esquina que tuviera vistas -ya en su coche-, y seguíamos hablando entre fotos. Vimos juntos el famoso hotel Llao LLao, estampa típica del lugar, en un inmejorable lugar entre aguas.

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Pero les pedí que pararan al pasar por los pies de un cerro, el cerro Campanario, que sabía tendría vistas bestias. Estaba ya casi oscuro y el servicio de remonte a la cima ya parado, ni un alma. Pero no pensaba usarlo igualmente: es más barato y divertido subir a pierna. Cogí aire y subí casi sin parar hasta la cima en minutos por donde pude, por aquello de no perder la puesta de sol diaria, desbanalizadora, que ya se me escapaba. Ni que decir tiene que mi recompensa fue, como siempre, tremenda.

Tenía 360º de vistas hacia el sol y sus dominios, todas las aguas de la zona ya reflejaban en lagunas y lagos los colores, y entendí lo divertido de Bariloche como destino nacional preferido en verano e invierno.

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Miles de fincas y casas perdidas en las montañas, con rutitas entre pinos y bosques, unas aisladas, otras avecinadas, todas bonitas, muchas con algo alemán, zona alemana esta, y suiza, lagos con nombres alemanes, algunas lagunas eran solo para una o dos casas en sus orillas, qué lujo, ocultas del exterior, otros lagos grandes ofrecían playas con pueblos en sus orillas, y todo esto enmarcado por montañas rocosas andinas que pronto se cubrirán de nieve y esquí, y darán otra estampa que me voy a tener que perder.

Se va el sol, espera, todavía no, vuelve, me enseña otro matiz de un lago más, que está detrás, con sus playas e islas.

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Se va la luz, espera, todavía no, le queda cubrirme el cielo de naranja, de oeste a este, todo, encenderse de atrás a adelante paulatinamente y dibujar alguna forma extraña que me deje más satisfecho. Merci, yo creo que con eso me voy hecho, que me conformo con poco.

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* * *

Después de una ruta a dedo de 7 lagos, muy extraña, que incluía una noche heladora bajo un puente, en uno de esos containers para obreros de carretera donde un jóven trabajador que cuidaba el lugar me abrió la puerta y me ofreció estufa, comida y televisión, llegué al gran lago Lácar repentinamente, de golpe. Otro más de miles, que se presenta a orillas de San Martín de los Andes, un pueblito que marqué en mi ruta andina por paraíso montañoso, fotos y oídas.

Quizás es demasiado turístico para mi bolsillo, pero una generosa ‘host’ de couchsurfing me rescató y ofreció su linda morada, generoso país, y pude pasear con calma por sus calles y parques. Otro hermoso lugar digno para vivir una vida bonita, pensé.

Para compensar esa generosidad se hacen cenas y cocinadas con charlas prolongadas, mi host resulta ser hermana en el calendario chino y coincidimos hablando de los por qués de las cosas mientras caminamos por bosques cerrados hasta un mirador donde vive una familia mapuche, y desde el que vemos el lago Lácar justo cuando un barquito lo corta en dos.

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Con el frío andino llegamos a casa y repaso las técnicas argentinas de hacer pan casero, una costumbre que ya nunca voy a abandonar.

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Estamos con luna llena y es hora de continuar a pie la ruta hacia la frontera. El dibujo de mi ruta se dibuja solo, con cada evento y encuentro con personas, yo lo dejo jugar, confío, le suelto de la mano como madre a hijo en el parque, estoy en el parque de la vida, me lo puedo permitir. Yo observo mi ruta como una madre a un hijo en el columpio, aprendiendo, y por pasar por casa de Analia, veo como la ruta crece por una famosa ruta llamada ‘huella andina’, que atraviesa bosques y cerros de norte a sur y guía a caminantes por unas señales y chapitas colocadas en el camino.

¿Por dónde habría seguido mi ruta si no me hubiese recomendado Analia seguir la huella andina? ¿Hay una única ruta que sigo y voy a seguir sí o sí, o existen infinitas y a cada momento salta una dependiendo de mis actos?

Calláte, bola. Rumbo a la laguna Rosales y el lago Lolog para una noche wild, antes de llegar a Junín de los Andes. Bueno, a seguir, de nuevo, adelante, todas las rutas son hacia adelante. Llevo huevos en la mochila, y de ellos que salga la ruta que sea, fuese, hubiera sido, era y será.

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