Una ducha de un kilómetro de altura

Abril 2014

Era tarde, pero aún teniamos luz para observar, recién llegados al campamento base, la caída de agua más larga del mundo.

A orillas del río Churum, aún queda una buena caminata por la jungla hasta llegar al mirador donde los turistas tienen media hora para tomar fotos como chinos y salir pitando. Pero se ve claramente desde aquí que el escaso agua que salta en este momento tarda mucho en caer, y que en su caída, la vista se pierde, pues se convierte en polvo, en lluvia: es demasiada caída libre.

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En el campamento, a la luz de las velas, hay buena energía. De repente, me doy cuenta de que recibo un trato algo diferente a los demás. Los indígenas me sonríen y miran de reojo desde la cocina donde nos preparan una cenita. El guía les habló a los demás sin incluirme en el plan… Eran las señas de que había conseguido mi objetivo!

El grupo principal se despertaría a las 4am a seguir con su plan trazado: hacer su caminata rápido de noche y volver a desayunar y regresar a Canaima. Yo me quedaría durmiendo hasta que ellos volvieran, placer donde los haya, despertar con su barullo pero quedarme en mi hamaca, sabiendo que después dispondría de todo el tiempo del mundo para caminar suavemente, observando cada árbol, de día, con calma, sin que me esperen o apresuren… Estaba feliz. Esa soledad mágica que es tan difícil de entender para tanta gente que me cruzo en el camino, esa que hace que todo sea más íntimo y especial, que cada momento valga millones, que uno se prepare una comidita charlando con la natura, haciéndose reír a sí mismo con sigo mismo, sintiendo la presencia de la vida natural. Esa que es tan difícil encontrar en un lugar tan conocido y visitado del mundo, que parece egoísmo pero es amor por el lugar y conexión con él, ésa, la había conseguido para mí y el Salto, o para mí sólo, depende. Una cita a solas con un pibón famoso, o algo así.

Uno de los indígenas me tenía buen ojo, el más mayor, creo que desde que mostré empeño en empujar la curiara aguas arriba, como si me dependiera algo importante en ello (…). Creo que me entendía. Me reservó comida, me dio consejos, me dejó una frazada que utilicé como macuto y hasta me prestó su machete, por si las bestias.

El guía me quería de vuelta pronto. Me dijo que volviese con los primeros que pasaran por allí, que me quedaba sin barco de vuelta. Es más, que no durmiese allí arriba. Asentí, con esos ojos que no saben mentir y bajan al suelo, apretando los labios. En el fondo, él también entendía mi propósito y mi lana negra.

Me despedí del rebaño blanco, feliz, sin preguntar el camino, sabía que lo encontraría. Ellos no habían visto mucho, por niebla. Crucé el río, encontré la ruta, penetré la selva, preciosa y húmeda. La lluvia era mi principal temor: no había ningún refugio, ni en el salto. Caminé lo más despacio que pude, contento pero ya concentrado en hacerlo lo mejor posible. Fue un regalo de sendero. Árboles enormes, troncos en el camino, raíces entrelazadas por el suelo, vegetación bien diversa, sonidos desconocidos. Estaba especialmente tranquilo, sabía que no podía salir nada mal, que todo aquello tenía que pasar así.

Las faldas verdes de jungla que visten los tepuys en sus partes bajas se notaron en un ascenso final. La primera vez que ví el salto de frente, desde los miradores de la gente (son sólo una roca sin árboles en medio), supe que no iba a conformarme con aquello. Las nubes cubrían la mitad del espectáculo y convertían la caída de agua en una fina danza de lluvia que se mecía a los lados. Pero engaña: cae mucha agua. Una cascada más abajo lo demuestra. Seguí subiendo la jungla, sin saber a dónde.

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Mereció la pena. Sólo con volver la vista cuando llegué a la primera pared del tepuy ví un espectáculo completamente verde, otras grandes cascadas caían de tepuys lejanos, faldas verdes, sonidos de dinosaurios de fondo.

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Me aproximé a la concavidad que el salto ha cavado en la roca del tepuy. Quedaba un montón de camino hasta su pared final. Unas rocas inmensas, como recién caídas de las paredes, cubrían el abrupto suelo hasta allí. Me pregunté si sería posible llegar a aquella lluvia divina, darme una ducha. Una ducha que sólo ahora es posible, pues la fuerza del agua en otro momento del año no lo permitiría. El espectáculo subía de volumen, las nubes seguían al mismo nivel, tapando, cada vez les pedía más fuerte, mentalmente, que hicieran el favor. De ellas, bailando, salía el chorro soñado. La magnitud de las paredes me ponía los pelos de punta. Era como entrar en un trono milenario, alguien sabio me observaba, me sentí como Atreyu en la historia interminable al pasar por las esfinges. Dejé de sudar, hacía fresco.

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Me empecé a mojar con humedades permanentes del lugar. No podía pagar el precio de mojar mis víveres y ropas, esa noche iba a ser fresca. Decidí desnudarme y dejar todo secando. Mordí la cámara y avancé, sentí que no existe ningún calzado mejor que los pies desnudos. Sabes exactamente cuánto peso más puedes poner en cada centímetro de tus pies, dónde está el comienzo del resbalón, se adaptan a los huecos. Las rocas cada vez eran más grandes y estaban cubiertas de verdín, un resbalón sería fatal. Gateaba y reía, pues supe de pronto que la diferencia entre yo y Gollum del señor de los anillos era prácticamente nula.

Llegué a la zona que nunca se seca. La mismísima pared del salto era brillante y estaba cubierta por agua que se deslizaba pegada. Me sentí superado, esa agua era de mi salto, el salto era sólo mío. Estudié el movimiento de la columna de agua danzante. Ví que se desplazaba por una área inmensa a ratos largos, unos 150 metros a la redonda al antojo del viento, y me coloqué en su base vertical. A esperar.

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Cuando ví que las nubes me contestaron y estaban dejando ver el salto completo me puse bien cachondo, pero más cachondo me puse cuando ví que la columna de agua venía directamente hacia mí… Lentamente, pero directa, sabía que el momento llegaba, cómo no. El estruendo del agua golpeando se incrementaba, y esa manera de acontecer progresiva hizo que, cuando empecé a empaparme con aquel agua virgen, fría y mucho más gruesa y severa de lo que aparentaba, que llevaba en caída libre muuuuuchos segundos, empezase a gritar como un loco cosas. Fue un verdadero subidón. Casi no podía levantar la vista, era una lluvia muy fuerte. Bebí el agua más pura que beberé en mi vida de la misma pared, la besé, salté y bailé.

Ahora podía verlo entero y acababa de gastar otra cerilla de la caja de los sueños. Muy feliz, me retiré, después de la charla correspondiente. Disfruté de la jungla, comí mojado y con hambre, me bañé en las piscinas inferiores que el mismo agua crea con cascadas más abajo.

Me maté para encontrar un lugar donde colocar la red con vistas al salto: no había. El mirador es pequeño y no tiene casi posibilidades. Cuando la encontré, simplemente dejé pasar las horas, meciéndome. Alternaba entre el salto y el paisaje, y pronto oscureció. Saqué mis velas y preparé un campamentito para calentar una cenilla.

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Los mosquitos no me dejaron vivir, me dejaron los tobillos, única parte expuesta, completamente inflamados. Pero me daba igual: entre las ramas de los árboles, iluminadas pobremente por las velas, tenía el espectáculo de la vida, un amigo íntimo, el Salto, rodeado de nubes y estrellas, y me había dado allí una ducha, La Ducha de un Kilómetro de Altura.

No recuerdo qué soñé esa noche, pero no debió ser moco de pavo.

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1 comentario en “Una ducha de un kilómetro de altura

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