Noches a bajo nivel, noches especiales

31 mayo 2014

He llegado a Porto Seguro sin saber si me quedo. Después de vivir en la furgoneta de Eduardo -un argentino con mi misma dirección-, es mi ultima parada en el atlántico brasileiro, antes de hacer el salto final a Río. Por varias razones voy sin plata y el autobús es tan caro que me descoloca y me hace dudar con cara de susto y pensativo ante la atenta mirada del hombre que dispensa billetes, y teniendo cola detrás. El único bus sale en media hora… Continúo o busco otra opción?
Me quedo una noche y lo pienso bien. Podría ir a dedo.

Camino al centro. Me gusta poder ver otro pueblo más. Pinta bien. Pienso. Mi eficiencia económica consiste en un íntimo sistema de ajustes y compensaciones, límites diarios; funciona genial. Pero estos buses carísimos… Voy a tener que compensarlo con varias noches sin pagar alojamiento, o similar. Las calles del pueblo son lindas, las casas y sus ventanas también. Es sábado, hay ambiente.

No me puedo permitir un hostal esta noche, está fuera de mis planes. Puedo volver a dormir en la calle, con mi simple red, que ya amo aunque no sea cómoda, y que ya echo de menos cuando no la uso en unos días. Pero busco una estación policial, que aunque ellos sean unos trozos, dan un mínimo de seguridad en su puerta y alrededores. Las noches brasileñas son siempre largas, peligrosas y raras, no puedo exponerme. Necesito al menos no tener nada de valor conmigo mientras duermo. Los dos hombres de la cutre oficina me permiten dejar a mi mochila TODO allí, con mala gana, tengo que convencerles con verdades y mentiras. Me llevo, aún así, las cosas de valor en la dry-bag hasta que me acueste, desgraciadamente estos dos no son gente de confianza. Volveré, a instalarme, a las 11pm, por respeto a los vendedores de la plaza, que se retiran a esa hora.

Consigo una terraza donde me permiten usar su wifi sin consumir. Está decidido: me voy mañana en el lujoso bus.
Tengo hambre y sueño, mucho. Paseo, disfruto del lugar. Pero a bajo nivel, como desde que entré en Brasil.

A la segunda vez que pregunto en un restaurante con educación y arte si les sobra comida, me hacen esperar fuera y aparecen con una marmitinha deliciosa y completa, pero sobre todo con una sonrisa que ayuda mucho. La refeijão que me dan consiste, como siempre, en arroz, frijoles, algo de ensalada y la carne. Tengo un pan guardado que ayuda -los venden de sal, de leche o de maíz-, y lo convierto en una cena de lujo sentándome en el paseo maritimo frente al mar.

Paseo, son las 22.30, suficiente. Voy a la policía. Cerrado. Me siento a leer. Las 23.30.

Lo que me preocupa no es dónde dormir, sino que hago con las cosas de valor que llevo, cuanto mas pasa el tiempo soy más vulnerable y gringo, empiezan a salir los tipos raros, que no se entiende cuando hablan y que me llaman por la calle, los ignoro, lo que me hace sentir más gringo… me gusta hablar.

En la plaza, van cerrando los bares y apagando luces, una horda de barrenderos pasa. Son las doce.

Empiezo a estar rayado por el aspecto del lugar. Pero tranquilo. No llegan. Voy a una oficina de policía turística que ví antes, golpeo, minutos, sale un hombre dentro de la casa dormido con una pistola en la mano, no ayuda, sólo me dice que llame a un teléfono gratuito de la policía, pero ninguna cabina me funciona en manzanas.

Hay algo de gente sospechosa mirando mis pasos entre cabinas. La paranoyita empieza, pues recuerdo mi horrible experiencia en Lapa, Salvador, unos días atrás.

Vuelvo a la plaza sin querer recordar esa experiencia: ahora es más fácil que aquel día acorralarme y llevarse mis cosas. Miro bien los lugares para dormir. Toldillo en una esquina. Hombre indigente se arropa y tumba debajo. Me acerco y su instinto de peligro, cuántas veces le habrán robado, hace que me mire con desconfianza. Le digo que voy a tener que utilizar el mismo refugio. Sé que de las opciones que tengo, es la mejor, estar cerca de él. Tras unos instantes de sentado, y sabiendo perfectamente que iba a empezar a hablar él, me dice que por las noches siempre hay alguien en la oficina de policía, que llegarán en un rato. Charlamos. Tiene rastas con algunas canas, es negro, es buena gente, tiene una camiseta que pone ‘Tudo bom?’ y está muy sucio. Tiene una manta.

Llega el jóven que he visto antes por la calle, vendiendo artesanía y pulseritas. Es negro y con rastitas. Super delgado. Antes nos hemos saludado por afinidad. Es de Pernambuco, habla sin pronunciar, no se le entiende. «A rúa é malouca», dice. Pero también dice que la adora. Empieza a colocar su cama. Lo lleva todo siempre encima, no pesa como lo mío, me avergüenzo de tener mis cosas en esa oficina. Si llevase sólo lo que él, esto no pasaría.

Empiezo a pensar si no dormiré así mismo, bermudas, simplemente tumbado.
Llega el tercero, se tira dos pedos y habla rarísimo, pienso que es un loco de verdad, que viene a molestar, por el show que dió en su llegada. Pero se queda, es amigo.
Va a por cartones a la calle de al lado y trae cajas. Al observarle, me doy cuenta de que es lo que me toca, sin más: cartones.
Me ofrece una que le sobra, y la uso, la despliego bajo mi cuerpo. Todos comparten todo, cada cigarro ó comida.

El pernambuco saca una marmitinha, se la comen unos metros más allá, con los dedos y una cuchara compartida. Me ofrecen y les digo que acabo de conseguir ya una, que para ellos. Pernambuco me ofrece una tela, reniego porque aún creo -estúpido- que llega la poli pronto y que podré usar mi saco. Que la use él, le hará más falta, pienso.
Error.

Pasa el tiempo y me quedo dormido. Noto un contacto en mi pierna desnuda, sé lo que es pero no quiero mirar.
La veo pasar por delante de mi cara muy rápido. Estoy muy cansado, y me da igual: las cucarachas tienen mala fama pero son buena onda, al final. No hacen nada, no?

Me despierto helado. No consigo dormir, el invierno entra en Brasil y de pronto hace fresco fuerte, para mí en ese momento hacía más frío que barriendo iglús. Me imaginé la enfermedad que se me vendrá, y el estómago me hacía cosas raras, con un sabor en garganta malo, de mala postura digestiva. Fue un momento duro con todo a la vez. Miro aleatoriamente a la policía, por si hay luz. Nadie. Pido la tela a Pernambuco. Me sorprende lo poco que le cuesta despejarse, lo acostumbrado que está.
Ahora sí, muy asumido ya que así va a ser mi noche en Puerto Seguro, y mi destino, y mi aprendizaje. Lo tomo como viene, empiezo a verlo con humor. Genial: yo lo he querido, yo me lo como.

Mejora con la sábana. Me despierto varias veces, en cada cambio de postura. Incluso sueño mucho y lo recuerdo, quizás por lo leve de este dormir.

Me despierta un pájaro loquísimo con su primer canto en la mañana. Ya hay luz. Sigo durmiendo con mis cosas como almohada. Me despiertan mis compis, alguien ha dejado un vaso de plástico de chocoleche con pão, para cada uno!

Qué bueno y caliente estaba!
Empieza el día, silencio de domingo, ellos mean en la calle. Me voy al mar, en frente. Mejor, el sol sale, calienta, yo camino, sonrío, es el calor perfecto en mi cara, en mi pecho, en los aún fríos tejidos de mis ropas, en mis pies.

Agradezco la historia de hoy, la entiendo. Voy a ver que están haciendo mis compis. Hablamos bien, tranquilos, Pernambuco hace pulseras, la calle sigue silenciosa y bonita, con luz. Felipe, el primero de todos, me cuenta la suya, la de sus hijos, que le veían drogarse con drogas de farmacia, con medicinas, y les decía que no lo hicieran: no lo hacen. Le entró úlcera de estómago, y cuando le daba un ataque de dolor, se ponía a gritar en el hospital más de la cuenta para que llamaran a la policía, porque si no en el hospital le iban a sedar y eliminar, pues no tiene identidad, como a tantos otros, porque no interesa tenerlos. Y cuando la policía se iba a ir, no les dejaba, pues podrían matarle con medicamentos. Dice que el dolor era horrible y se ponía de cuclillas para calmarlo. No tiene identificación porque tiene antecedentes. No pueden saber quién es.

Me gustan, son majos. Cosen. Me voy a la panadería, que ya abre, y les consigo un pan y café.

Llega el más elementillo, que se me presenta como el «difunto». Llega haciendo ruido y bromas, tiene pintilla de drogas. Llegan más risas de las que cabría esperar de su situación, saca un bolo (bizcocho) y todos le preguntan que de dónde lo ha robado. Risas.

Soy consciente de mi imagen, noto las miradas de la gente, mis ropas no están tan reventadas como las suyas, pero estoy sucio… Por un momento me gusta estar aquí, sobre mi cartón, con ellos, que son completamente inofensivos y amables y me hablan como a un amigo más.

Me voy con difunto a la playa, él me acompaña, pues va cerca. A la mierda la policía, no espero más. Voy a disfrutar mi soleado día de Porto Seguro. Me cuenta que ha sido el mayor traficante de drogas de un pueblo, hasta que le querían matar y organizó que mataran a uno que era un ladrón hijo de puta, pero con sus propios documentos de identidad en el bolsillo, para que le dieran por muerto a él. Todos le dieron por muerto (incluso Felipe) hasta que apareció un tiempo más tarde, y ahora sólo va a casa con su mujer e hijos de vez en cuando, y sigue ocultándose. Está limpio. Me despido de él con el código callejero.

Qué maravilla de playa, qué sol, qué baño desnudo en una parte solitaria de la playa, aunque siempre vigilando mi espalda.
Qué grande ser uno de ellos.

Pernambuco, Felipe y el pedorro. Se re-copan para una foto!

Pernambuco, Felipe y el pedorro con mi café con pão. Se re-copan para una foto!

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Más tarde, al volver, me encuentro a Felipe tumbado fresquísimo junto a su artesanía. Me pide un cigarro. Se lo compro y, super majo y agradable, me ayuda en algunas cosas y descansamos en la sombra.
Luego, el que llegó anoche último, está en el puerto de ferry vendiendo helados con una pinta estupenda. Me regala uno
y, super majo también, me desea suerte.

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Me voy a coger un autobús caro. Ésa es finalmente la diferencia entre ellos y yo.
Mi total de gastos en Porto Seguro, es casi 0, y la he disfrutado al 100%.
Al menos el autobús es ahora más asequible.

Unbelizeable

En Belice, me encontraba, una vez más, recién llegado a un país desconocido, sin dinero, referencias, alojamiento, idea de dónde ir ó qué tipo de cambio tienen. O qué idioma hablan. Ésta vez con menos idea que nunca ya que fue un desvío inesperado.

Pero son cosas que se cogen en el aeropuerto y ya. Para que no me ocurriera lo mismo que en Jamaica, les pregunte a una familia de holandeses si podían darme la dirección de su hotel para ponerla en inmigración, y me dejaron ver en su guía una lista de hostales: apunté los más baratos.

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Esperando en Montego Bay

En Montego Bay, mis planes eran esperar hasta conseguir un barco que me devolviese de las islas caribeñas visitadas a tierra firme centroamericana para continuar el periplo hacia el sur. Estaba convencido de que sería posible y pasé muchos días intentándolo. Mi negativa a volar se incrementaba principalmente por los precios y porque las leyes de vuelos, que ya había burlado como comentaba en una entrada anterior, se me echaban encima.

Visité la marina varias veces, dejaba mensajes en el club de vela, caminaba hasta el puerto para hablar con quien estuviese, intentaba colarme en cruceros a bajo precio, me mataba en internet, acudía a todas las agencias de viajes conocidas y visité el aeropuerto, donde me dijeron que sabrían de ésto.

Cada vez lo veía más negro, nunca eran buenas noticias. Me desesperaba en el calor, gastaba dinero y no había resultados positivos. Cambiaba de alojamiento, buscaba algo más barato, no lo había… Montego es caro.

Pero eso no quiere decir que perdiese el tiempo. La semana y media que pasé allí dio muchos frutos y fue bien divertido.

Lo primero, precisamente la primera semana tenía lugar el evento del año en Jamaica: el Reggae sumfest, un festival de Reggae sin comparación en el mundo. Había más que Reggae, pero la verdad que es todo un show entrar en el festival. Muy diferente a todos los festivales que conozco (claro).

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En familia

Un día llegué a Robin’s Bay.

Allí me esperaba algo de lo más interesante de Jamaica. Al no encontrar alojamiento, unos muchachos me dijeron que podía quedarme en su casa. Yo les había dicho que iba corto de presupuesto, y ellos, sinceros y honestos desde el primer momento, me dijeron que podía darles lo que pudiera.

Estuve unos días. Era una comuna auténtica de rastafaris, de 3 casas, en la que vivían 3 familias: un padre y su hija, unos padres con 3 hijos y Cucu con un amigo, Doggy. Nada más entrar en la casa de Cucu, el más joven, un espabilado muchacho, dueño de la casa, a la que no le faltaba nada, me ordenó una habitación y me puso sábanas limpias, me trató fenomenal. Estaban todos los niños de la comuna alrededor de mí y me miraban con risas. Yo tenía todo lo que quería, una ducha exterior bien potente, agua, me dieron cena y charlamos un rato. Se sentaron a liarse un porro y me hicieron un té riquísimo y dulce. Yo pensaba que sabía liar pero cuando lié uno, Cucu, callado, con un silencio sonriente, hizo paso a paso delante de mí un majestuoso cigarrito con tal artesanía que me hizo saber que yo no tenía ni idea. Cortaba la hierba y la desmenuzaba con un cuchillo que siempre llevaba en la cintura, añadió algo de hoja de tabaco natural que le daría el sabor ideal, le cortó la punta como si fuera un habano, y me lo ofreció. Era perfecto. Mi silencio otorgó el respeto a los verdaderos sabedores. Nos reíamos y les propuse ver una peli en una tele que tenían, pues me apetecía tener la sensación casera de peli de suspense: me sentía en casa.

Tenían una granja donde cultivaban marihuana y tabaco que consumían y -supongo- vendían. Se levantaban a las 5am, iban allí y no volvían hasta el mediodía.

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Se quedaron dormidos viendo la peli.

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Port Antonio

Después de las montañas me fui a Port Antonio porque no sé quién dijo: Port Antonio.

Allí, descubrí la verdadera esencia de no hacer nada y no sentirte mal por ello, es muy tranquilo y estaba lleno de casas viejas pero de madera íntegramente, con porchecito y balancines como las de las películas. Era sentarse a observar la vida pasar, o ver cómo no pasa nada.

Me quedaba en un hostal de la colina central y no había nadie más… era muy cutre pero muy barato y a mi me encantaba. La madera crujía a cada paso y estaba pintado en rojo y colores vivos, se podía uno sentar y dormir en cualquier lugar, el porche lo mejor. Por las noches veia un poco la tele con los cuidadores y dueños, y observaba cómo ellos doblaban mientras yo intentaba entender el patois televisivo.

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Lo único que hice fue acercarme un día a una playa, y mereció la pena.
LLegué tarde pero disfruté de la puesta de sol y de que sólo había locales y me parecía muy exótica y especial. Había un río emergente del suelo de agua dulce (si, como un cenote) y allí podías refrescarte después del baño salado. La gente se lavaba allí y el río desembocaba lindamente en el mar, en el lugar donde yo coloqué mis cosas para comer un poco de cenar y prepararme para la noche.

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Me dieron las tantas hasta que conseguí sentirme cómodo después de explorar la zona y controlarla, la noche cayó pronto y no me dio tiempo a explorar con antelación y saber lo que me rodeaba. La parte de atrás era desconocida y me sentía observado por alguna razón.

Después de un rato apareció un cuidador algo nervioso que no entendía por qué estaba allí tan tarde, que era peligroso para mí. Al ver que yo no reaccionaba temerariamente sino con dulzura y alegría de encontrarle, se relajó (eso dijo) y luego empezó a hablar de cosas más importantes que el echarme de allí o el pagar una tasa.

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Media hora más tarde yacíamos los dos relajados, en su guarida de cuidador, charlando sobre cosas muy importantes en la vida, como el saber disfrutar de la naturaleza sin miedos y ser capaz de comunicarse con ella, confiar en ella y respetarla todo lo posible. Cosas que los dos compartíamos con fuerza, pues el hacía lo que yo hice esa noche todos los días: observarla, limpiarla, y sentirse cobijado por ella… Se atrevió a decir que los dos éramos especiales por ser capaces de ver ciertas cosas, y quisimos ser amigos por largo tiempo.

Al despedirnos, me pidió dinero. Le dí 100 dólares jamaicanos y no volvimos a vernos.

Los dos hombres de las montañas azules

Escalando las montañas azules me encontré a estos hombres que comentaba en el anterior post.

Veíamos todas las montañas ya bajo nosotros, descansé mientras me comía una caña de azúcar que me obsequiaron, y me columpié mientras los observaba y grababa todo.

Mucha paz allí, soledad, y silencio general. Sólo sus voces y hablar extraño en patois me desconcentraban. No podía entenderles. Al menos no con palabras.