Rocío balinés

15 Abril 2016

Durante un ratito, y solo durante un ratito, muy temprano, cuando el sol tira sus primeros rayos, se pueden observar unas grandes gotas de rocío en todas las briznas de los campos de arroz, en el interior de Bali.

Son gotas redondas capaces de mojarte bastante si caminas por ellos, lo cual es un placer de Dioses, pues aún no despiertan los millones de motos que llenas el aire de ruido y humo. Pueden oírse pájaros y algunos de los molinetes típicos de viento giran lentamente con sus repiqueteos.

Click para escuchar molinos

El verde de los arrozales es el mejor y más intenso que he visto en mi vida. Claro, el arroz crece cubierto en varios dedos de agua, que baja desde las alturas canalizada y va cayendo de un campo de arroz a otro de una manera completamente admirable.

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Mañana sonora de Ubud

Si hay algo delicioso de mis días en los campos de arroz que rodean los bungalows de la kupu kupu foundation de Ubud, son los caminares matutinos sin haber desayunado buscando un lugar donde meditar antes de que el sol empiece con su berrea diaria.

He aquí el «pixound» relativo a tal placer:

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Estas caminatas lentas también tienen lugar en los atardeceres tras la berrea y una ducha por encima que separa el sudor del frescor. Pero muchas veces la inercia me lleva al pueblo, donde encuentro otros paisajes sonoros más artificiales: unos espontáneos músicos tocando en el jardín de loto entre la multitud.

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La magia de Bali en moto

Ya con moto en otros rincones del noreste de Bali y alrededor del volcán tremendo de Agung conocí ese lado rural que tanto me interesa y fascina. La gente en los poblados es simplemente tierna e inocente. Siempre se deja notar la diferencia entre el abuso de la ciudad y las accionas desinteresadas de los paisanos que viven tranquilos cada uno de sus días. Muchos, dedicados al cultivo en zonas altas y con pendiente -todo esto son islas volcánicas- donde las nubes ya rozaban las cumbres. Entre maíz, cebollitas y los pimientitos picantes que hacen el sabor de todas las comidas en Indonesia, muy picantes, conduje muy despacio saboreando vistas y extrañas costumbres.

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Una noche me empeñé en pasarlo con estos interesantes locales de las montañas: es imposible que una noche en sus casas no sea repleta de sorpresas, y a los indonesios les sobra tiempo para invitar a un ‘bule‘ (extranjero) ó mister, como ellos nos llaman, a como mínimo un café y cigarro. El café en Bali es ‘balinese coffee’, en Lombok es ‘Lombok coffee’ y así en todas las islas, que producen el suyo, pero todos son una cucharada de café en polvo disuelta en agua caliente con azúcar, lo que deja un poso al final siempre de café puro que ha de descartarse. Todos están buenos!!

Una niña de la casa trabaja en turismo y es la única que habla inglés, con lo que puedo abrirme paso entre las numerosas mujeres, tías y hermanas y sobrinas, que me miran con recelo. No entienden por qué estoy ahí. Sentándome directamente a trabajar con ellas, me gano ya unas sonrisas. Limpian y separan las cebollitas que han recolectado en sus tierras para venderlas. Fácil! Otros muchachos llegan y muestran su intereś: les fascina que venga de ‘Barcelona’, leyenda de sus sueños futboleros, y me observan con distancia y serios.

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Cuando llega el patriarca de la casa, me invita a café y cigarro en una habitación y masculla alguna palabra inglesa pero noto que le gusta mi presencia. Especialmente cuando vé que aprendo rápido a tocar los instrumentos de percusión balineses que va mostrándome, como el tingklik o los kulingtan. Siempre alabando sus habilidades después, claro…

Está tan emocionado con nuestras improvisaciones que me lleva a una casa colina abajo donde todos los familiares y amigos, todos hombres y ni una mujer, se juntan para fumar e interpretar música balinesa, en lo que son bastante buenos. Mi preferido es un nota que está encerradito entre gongs, y los toca en escala de 3 golpes cada tanto: es el mejor sonido, el más hermoso de todos.

Salamat pagui!!!, se saludan los buenos días, o simplemente «pagui». La mañana amaneció sin nubes y las vistas de montañas cercanas y el mar abajo, siempre infinitamente calmo mientras viajé por Indonesia, fueron motivadoras para continuar. Los niños habían ido a la escuela, la abuela de la casa escupía y sufría de pecho contínuamente, pero no paraba de trabajar. Me miraba con recelo pero al irme me sonrió. El hombre no me dejaba irme sin desayunar, claro.

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Pasando por otras tierras más bajas, cerca del templo enorme de Besakih en faldas del Agung, ví un alboroto interesante y me paré: era una especie de festival con comida, bebida y otro tipo de actividades, como la de peleas de gallos. Era, por fin, mi primera vez, y no pude evitar la curiosidad. Cada diez minutos, como pulsos, muchos hombres se apelotonaban en un lugar y empezaban a gritar repetidamente una o dos palabras, y a los pocos minutos volvían a dispersarse.

Me colé disimuladamente entre ellos en una de esas, y me aseguré una posición. Poco a poco empezó a crecer la tensión de nuevo y dos hombres con gallos pequeños y asustados en las manos se movían en el centro del corro. Otros hombres iban de aquí para allá, cogiendo y entregando dinero en billetes doblados, no sé cómo llevan las cuentas pero todos entregan y reciben cada vez.

En un momento empezaron los gritos y los gallos fueron soltados, mucha tensión al menos para mí, por el miedo a la sangre y al sufrimiento terrible de aquellos inocentes. Hacían pequeñas embestidas el uno contra el otro y en pocos instantes uno estaba derrotado por el agotamiento y tal vez una rendición, pues no recuerdo verlo morir totalmente. Pero aquello estaba sentenciado y los billetes empezaron a correr por todas partes, contándose frente a mis ojos en cantidades sorprendentes para el valor local.

Ahuyentado de aquella violencia y de la falta de escrúpulos de mis hermanos y de mi raza continué ascendiendo hacia el templo. Había un evento especial con miles de devotos celebrando con sus interesantes ceremonias algo que no entendí porque no me dejaban entrar si no iba a rezar y practicar. Pero le dí una vuelta a los muros y pude experimentar, en un lugar especial, como los hindúes disfrutaban de lo que sería una misa para otros: unos hombres pasaban repartiendo agua sagrada y unos granitos de arroz húmedo que la gente, sentada en el suelo y preciosamente vestida de blanco, se pegaba en la frente en el tercer ojo, el espiritual. Tras cantos, campanitas y colas para otras bendiciones, me animé, desde la distancia y el respeto, a grabar sus suaves cantos.

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Después de aquello me quedaban las vistas desde este volcán, impresionantes, sobre gran parte de Bali, y sobre el océano infinito que reflejaba entre nubes su propia agua y los colores tardíos del sol en doradas e inmensas extensiones de agua.

* * *

En el sur de la isla, por cierto, gracias a mi buen Rodrigo, un verdadero ayudante de viajeros blogueros y un soplo de aire español en Asia, conocí playones como este. Aun siendo muy Mordor, una zona demasiado turística cerca del aeropuerto, tiene secretos que los buenos expatriados como Rodri conocen :)

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La magia de Bali

Abril 2016

El caos de Bali me chocaba tremendamente, incluso en Ubud. Tráfico y polución, ruido. El segundo día me adentré en el norte del poblado, donde felizmente ví las plantaciones de arroz y la paz de los lugareños. El destino me llevó por un sendero a encontrarme con un hombre local que me dijo, al decirle que era español, que su mujer también lo era. ‘Estás de coña’, le dije, me extrañó. Pero allí al lado encontré a Begoña, una interesante mujer, directiva de una ONG llamada ‘Kupu kupu’ que ayuda a personas discapacitadas de Bali. Toma ya! Sintiendo complicidad con ella, le pedí que me dejara quedarme en aquel lugar a dormir por su paz y separación del caos mundano, y aceptó. Recomendaría enormemente visitarla y colaborar con la asociación de las muchas maneras en que se puede, durmiendo allí en aquella paz, visitando lugares con ellos o simplemente asistiendo con ellos a las danzas balinesas que ocurren cada noche.

http://www.kupukupufoundation.org/

Allí empecé a centrarme en meditar y paseé cada día un rato antes de desayunar con la paz, ya que me iba acercando a los territorios budistas del planeta y me esperaba un retiro intenso en Birmania de meditación. Entre esa paz y escribir pasaron días de calor y lluvias tropicales, y empecé a enamorarme de Bali y su cultura hindú.

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Casi sin haber meado me iba a caminar por los arrozales poco después del amanecer, pues dormía al aire libre y despertaba con la luz. Por diferentes senderos cada vez, las divisorias de los campos son laberintos de paz y caminar descalzo y libre. Hacia el este, solo un ratito temprano, podía ver el volcán gigante de Bali, el Agung. De las cosas más impresionantes que existen en Indonesia, es la presencia contínua de volcanes gigantes en todas direcciones, quizás en lejanas islas, pero siempre visibles por su tamaño.

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Wayan, el chico local encargado de los bungalows, un risueño e inocente jóven, venía a mi lugar a tocar un tingklik de bambú cada mañana, así que a la vuelta tocábamos juntos.

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Por las tardes, solía perderme en el pueblo de Ubud, que, una vez aceptado su caos, tiene mil y un rincones deliciosos. La cultura es la de vida sana y equilibrada, rollito yoga, meditación, masajes, hidroterapias y comida vegetariana, juguitos vegetales, etc. -«eat, pray, love» ha tenido su influencia, recuerdo bastantes solteronas cachondas-. Los precios eran asequibles hasta para mi bolsillo, con lo cual estaba feliz. Las puestas de sol las intentaba hacer hacia el norte, por algún arrozal extenso, donde aprendía, cada día más, cómo es la vida del arroz en todas sus fases: algo que se absorbe sin que nadie te lo explique, pues el arroz aquí tiene una gran importancia y un cultivo contínuo. Mi compañía eran luciérnagas voladoras y libélulas.

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Las decoraciones de las casas y las tradiciones hindúes de Bali me tenían muy entretenido. La gente, en las mañanas, prepara ofrendas lindas con una bandejita de hoja de banano que contiene varias flores, incienso, etc y se las van a colocar a sus deidades por cada templito junto a sus casas. Los templitos pueden ser diminutos, cajitas en árboles remotos por los arrozales con sus tejaditos, o en medio de la calle, normalmente con alguna tela amarilla decorativa y a veces paraguas protectores del sol y lluvia.

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En Bali existe un estilo integrado en las construcciones; por alguna razón de influencia, las casas y restaurantes, alojamientos, etc. se hacen manteniendo un mínimo de gusto en la línea de calma y paz interior y vida sana que mencionaba. Hay estanques y piscinas a menudo y siempre suelen añadir, aun con falta de espacio, estatuas de piedra-cemento bonitas y algún invento en el que discurre el agua contínuamente generando paz con su sonido: el agua es protagonista en Bali. No sé como describirlo, pero tienen la capacidad de hacer que paredes o construcciones de ladrillo y cemento sean lindas. El gris de aquel cemento tiene arte, no sé por qué.


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Los templos, bastante presentes, eran edificaciones en muchos casos piramidales y con ese mismo componente de cemento viejo que tiene tanta estética. En este jardín de loto donde posan tres muchachos, escenario ideal, pude ver una noche una demostración de baile balinés, adornado con música instrumental única en la isla. Aquellos instrumentos eran todos nuevos para mí, flautas y percusión, resultando en un rato de hipnotismo total, viendo aquellos músicos golpeando tantos objetos con ritmos que parecen descuadrados para un visitante remoto como yo pero que son el ritmo de este lugar. Las diferentes escenas representadas eran geniales y los caracteres muy extraños, desconcertándome, lo que más, la extraña manera de mover el cuello y la mirada hacia los lados contínuamente de los actores, cuyas caras a veces ya eran de los más exótico!


Escuchar un tema de la danza balinesa

(continúa)

Sonido Melbourne

Melbourne, Australia, 3 abril 2016

He vuelto, para despedirme, a mi lugar preferido de Melbourne: los botánicos.
Estoy tan tranquilo antes de abandonar el país que duermo siesta y me despierto con el sonido más característico de estos parques: unos pájaros que, aunque pequeños, son de los más sonoros que conozco.

He aquí el «pixound» (pic + sound):

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Tasmaneando en compañía

Abril 2016

Pasando por Hobart de nuevo sin un rumbo concreto pregunté por la playa más cercana para pasar una noche más sin gastar y pensarlo. Sigo pensando que no hay nada como viajar a dedo. A veces incluso deciden por tí a dónde vas. Y además, ¿hay algún transporte más cómodo que un coche? ¿más barato? ¿se conoce gente como estos dos notas, que eran de esos hombres desafortunados, solitarios, descuidados y sin mujeres, que llevaba uno al otro al dentista tiernamente y que eran tan buenísima gente?

En fin, a dedo llegué a Kingston beach, una playa agradable con todas las facilidades de esta sociedad moderna.

Por la mañana, después de un paseo hasta el final y por caminos de bosque y confiando mi mochila a las arenas, salté al paseo marítimo un segundo para decidir hacia dónde partir y justo una voz dijo mi nombre.
-¿Ben? -contesté.

Ben era un muchacho barbudo que trabajó conmigo en Adelaida y con el que intercambié unas palabras con prisa un día: las suficientes para saber que era un tipo majo. Pero el trabajo no nos dejó más tiempo y nunca nos despedimos.

Tras una abrazo apropiado ví que estaba con una mujer mayor: visitaba a su tía con su padre y en menos de 3 minutos nos dimos cuenta de que teníamos los mismos objetivos por visitar en Tasmania y los mismos planes. Ben era el amigo que estaba esperando.

Su generosa tía me dijo que me quedaría en su casa con ellos sin siquiera preguntarme, y en seguida viajábamos en su cochazo hacia allí. El ambiente era el de dos hermanos (padre y tía) que se encuentran tras mucho tiempo y están de buen humor, y un sobrino (Ben) que tiene un amigo de visita. La casa era una mansión con vistas a Huon river, y la comida de aquel día los cuatro en la cocina no fue tan buena como la conversación de sobremesa sobre temas existenciales que probablemente inicié yo, inconscientemente, debido a mi constante reflexión viajera.

El padre de Ben la interrumpió con excusas porque aquella tarde querían visitar un lugar al que me apunté sin pensarlo: el Tahune forest reserve, con más árboles grandes y más altos aún que los ya vistos, pero esta vez con una estructura de pasarelas para caminar entre sus copas! La entrada era cara pero el padre bromeó con que ahora estaba con una familia ‘wealthy’ y que todo estaba cubierto! Mhmm, a veces el destino es tan afortunado que me hace reír.

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Tasmaneando solo

Abril 2016

Recorrer Tasmania a dedo es un placer que me devolvió la libertad de mi mochila y mi cazuelita. A Tasmania la llaman por aquí la ‘pequeña Nueva Zelanda’ y aunque no es tan hermosa, tiene una natura única y poco turismo. La mayor parte de los australianos nunca han estado aquí.

Desde Hobart y mirando un mapa en la oficina de turismo ví una mancha verde cercana de un parque nacional, el Franklin-Gordon, con varios campings. Conseguí reservas y utensilios y me lancé a la carretera. De nuevo, el autostop salió divino, atravesando zonas tan especiales como estas.

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En el Mount Field decidí parar y lanzarme a la aventura por aquellas montañas de refugios medio abanadonados y antiguas bases de ski. Pero en altitudes más bajas y templadas, encontré preciosos rincones con cascadas de hadas.

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Estaba desentrenado tras la ciudad y me costaba cocinar, las cosas no me salían tan redondas como en Zelandia… hasta que me encontré el Tall Tree forest. En Tasmania he visto los árboles más altos y grandes de mi vida, y además podía -o tal vez no, pero lo hice- perderme entre ellos y acampar observándolos. Se han hecho mediciones de casi 70 metros de altura. Quizás estuve una hora dando vueltas seleccionando el mejor lugar: quería un hamacazo frente al árbol más grande que tuviese la zona para simplemente observarlo en la mañana meciéndome.

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Lo encontré y empecé a sentir de nuevo la sangre de la aventura y el sabor de la libertad, especialmente cuando empecé a oír en la oscuridad, en una ocasión en que me alejé sin linterna, los impresionantes y escandalosos saltos de los canguros y wallabies alrededor. A veces dan pasos alternando la carga del peso entre las patas traseras y la cola, pero en la noche, extrañamente, se quedaban estáticos y de vez en cuando daban un único gigantesco salto que me acojonaba. ¿Quién coño anda ahí!?

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La mañana fue imperial. A parte del desayuno, que insisto en ello, no hay como luchar en medio de la nada por regalarse a uno mismo un buen almuerzo caliente y glorioso, y después del hamacazo de al menos una hora abrigado en el poncho y observando al sol subir entre mil ramas, sus destellos mostrándose y ocultándose entre ellas en el vaivén de mi gravedad, me lancé a explorar los bosques con cariño, y me dieron a cambio las siguientes reflexiones:

«No busques valores absolutos en el relativo mundo de la naturaleza.»

«El infinito hacia el exterior, macro, pero también hacia el interior, micro, el espacio infinito hacia las galaxias y hacia el interior de un átomo, que solo dependen del número de decimales relativos que sepamos procesar. Nuestros telescopios y nuestros microscopios nos dejan así en el medio (mitad relativa), en una dimensión intermedia entre mundos invisibles, tal vez solo limitados por el estado actual de nuestro avance intelectual y tecnológico, que progresan paralelamente.»

Aquella mañana fue micro: hongos extraños, musgo, setas que podrían ser imperios espaciales para sus microscópicos habitantes. Átomos y moléculas. Y todas las cosas que no percibimos con nuestros sentidos, claro.

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El suave sonido de calma natural que sí percibí con mis oídos era así:

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Otra noche interesante fue en los «Alum cliffs», un lugar ancestral que siempre estuvo poblado por indígenas, los cuales afirmaban poderes y maravillas de un precipicio cercano. La noche fue al aire libre y estrellado pero interrumpida por una lluvia cabrona que me hizo levantar la tienda en un salto y dormir húmedo… Pero el amanecer en las lomas verdes y frescas no tuvo desperdicio.

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Ni tampoco lo tuvo el corto paseo hasta el precipicio, donde me hice el café de la mañana pasando frío pero observando el enorme vacío ante mí, con un río solitario que discurría, afortunado él, entre lugares inalcanzables. Imaginé a los antiguos pobladores, que siempre considero respetables y más sabios, supongo por su capacidad para entender el lenguaje de la naturaleza, conquistando cada cerro. El sol dividía mi visión entre la penumbra y la iluminación, y algunos pájaros se lanzaban ya al vacío sin miedo.

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Cradle mountain, otro lugar que no quise dejar sin ver:

Se trataba de ascender desde unos fríos lagos hasta las alturas que me darían una vista probablemente inolvidable, pero que estaban cubiertas por nubes de lluvia. El frío llega a las heladas latitudes de Tasmania y las nubes pueden arrancarme vistas y comodidad, pero no la exploración de otras cosas palpables como bosques, cascadas o vegetaciones extrañas para mí.

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Antes de entrar en las nubes me aseguré de mirar atrás y no olvidar las vistas que, al menos, había ganado con cada pesado paso. Si se quiere ver durante un minuto las vistas, no hay más que pedirlo con fé a la Madre Divina, y las nubes se abrirán y tal vez regalen algo.

Cuando por la tarde bajé de refugios de altura y de luchar con la niebla surcando muy extrañas vegetaciones, lo primero que ví fue otro sinfín de lagos y lagunas y cascadas largas que caen hacia ellos; al bajar encontré una fiesta de ‘grandes aves negras’, todas reunidas en un gran árbol y ejecutando un tremendo concierto de polifonía que quedó grabado así para el futuro viaje mental que haré desde casa por estos sitios:

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Ps.- Confieso que me empezó a dar pereza estar solo en Tasmania. Toda la gente en parejas, grupos, sin mojarse, en coche, moviéndose cómodamente a los lugares… Me quedaban pocos días y mucho por ver. Necesitaba un amigo. Y tal vez un coche.