Quintupeu

16 Abril 2015

Las noches anteriores a días de navegación, el capitán solía acostarse despidiéndose con un ‘mañana zarpamos a las 7’, como para que Olga y yo estuviésemos listos. Aquella mañana zarpamos dejando la isla de Llancahué nublada, y nos alineamos con rumbo al fiordo de Quintupeu, el más especial que he conocido. Aguas calmas y picos nevados en los horizontes de la décima región chilena, la de los Lagos, mientras nos aproximábamos en silencio.

Cuando ví la estrechísima entrada al fiordo imaginé que entrábamos en un lugar muy recóndito y privado. Aquí se refugió el Dresden, histórico buque alemán, en tiempos de guerra, 1914.

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La mañana al llegar

(versión del diario del anterior post)

13 abril 2015

Estoy en una goleta de acero, en una cala inimaginable.

Sobre la cubierta, tumbado boca abajo para escribir y para recuperar mi espalda de la fatigosa noche de turnos navegando hacia los fiordos chilenos del sur. He ayudado al capitán en lo necesario y me permito mi gozo. Richard.

Olga es la chica de a bordo, es chilena y dice que este es el lugar más bonito de Chile.

Hay árboles de aquí -ya no recuerdo sus nombres- y se asoman hasta un metro por encima del agua, junto a otros arbustos y helechos. En ese metro hay rocas de un gris redondo que dan ganas de conocer personalmente, una por una, a la sombra de las ramas más atrevidas que se ciernen sobre ellas hacia aguas limpias que no son otras que las del pacífico.

Una suave brisa soleada mueve el molino de viento del barco; junto a su sonido, el de las olitas en las amuras del barco y del dinghy. Y el de leones marinos en alguna orilla.

Me despertó Richard al amanecer y me puse al timón boquiabierto viendo unas montañas nevadas desde las islas a las que entrábamos. Volcanes. Nieblas nocturnas huyendo del día como vampiros, luces luchadoras entre ellas, y un pescador.

Quizás el pescador nos odie como yo odio a los veleros que llegan a lugares recónditos donde me encuentro a veces, míos; veleros consumidores de placeres fáciles, de gasolina y de dinero.

Hacia los fiordos

13 Abril 2015

Dicen entre grumetes que hasta que no has tocado fondo accidentalmente alguna vez en aguas poco profundas con tu barco, no eres capitán. El primer día en el Issuma, saliendo por un canal natural de Puerto Montt, Richard me puso al timón confiando en mi experiencia, y a la media hora al barco varó sobre arena suavemente. Los nervios me invadieron y no supe como reaccionar, pero minutos más tarde elevamos la quilla -oportunamente retractil- del barco y continuamos sin problemas. Richard no estaba enfadado, puesto que la baliza del lugar era pésima y en las Américas, tremenda estupidez, el color de las boyas de circulación es al revés que en Europa. Curiosamente, días mas tarde le pasó lo mismo al capitán Richard, y el último día, a Olga. Con esto nos reímos y me deshice definitivamente de mi culpabilidad.

Pasado el mal rato y comienzo, estábamos los tres relajados ya y disfrutando nuestro primer té en el cockpit (bañera) observando las feas nubes que se avecinaban con lluvias pero que podrían traer algo de viento, pues aún necesitábamos el motor. Se nos acercó un agresivo barco policial controlando a dónde íbamos, y tuvimos que explicarles a grito nuestro simple plan. Creo que una de nuestras aportaciones y razones de estar a bordo era que el español de Richard era casi nulo, lo que nos obligaba a encargarnos de las conversaciones con locales y los reportes por radio.

Chile es serio en el control de navíos en aguas nacionales, y obliga mediante contrato, al firmar cualquier zarpe o control de llegada, a reportar posición dos veces al día. Esta exagerada medida nos trajo problemas cuando la floja VHF de Richard no salía por encima de las inmensas montañas que nos rodeaban y teníamos que usar teléfono móvil o conexión satelital, pues Richard insistía en cumplir pese a mis disuasiones. Sigue leyendo

La goleta

11 Abril 2015

Cuando llegué a Puerto Montt buscando barcos para la cruzada del pacífico, me sorprendí al encontrar rápido dos o tres pequeños veleros que podrían aceptarme más adelante hasta la Polinesia, hub central desde donde después podría continuar. Todo quedó en meras palabras, pero confié en la suerte, y decidí salir tan solo unos días con otro barco que encontré por internet, para recuperar la soltura a bordo y la competencia ante el inmenso objetivo pacífico y los meses de navegación que podría significar.

Allí en un muelle se encontraba amarrada la goleta de acero roja, y dentro su capitán Richard, un canadiense de 52 años que me había aceptado para ser parte de su tripulación. Richard no va con su goleta a Nueva Zelanda, todavía; Richard espera el siguiente verano austral para adentrarse en la cercana Antártica y desde allí, el culo del mundo, desde donde puede agarrarse cualquier rumbo más fácilmente, subir a Oceanía. Sabe Dios las tentaciones que tuve de cambiar mi rumbo a la Antártica, pero era demasiado tiempo y acordamos navegar juntos unos días por los fiordos chilenos y la espectacular isla de Chiloé. Sigue leyendo