Namche – Dungla

Poco antes de llegar a Namche Bazar recuerdo cruzar el rio Dudh Kosi, que ya estaba muy encañonado, sobre largos puentes colgantes. Lo más interesante de estos puentes no era solo cruzarlos y sentir su vibración rebotante entre los extremos mientras se observan las vistas, sino ver cómo filas enormes de yapkies o yaks los cruzaban. Eso si no te los cruzabas de frente en el puente porque sus cuernos no dejan espacio para más. Miles de banderas tibetanas han sido atadas a los puentes y a veces cuelgan varios metros. La estampa en la distancia de un puente lleno de yaks entre nieblas es una de las más protegidas en mi memoria.

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Los precios se incrementan en Namche y sigo con una fuerte intención de seguir subiendo pesado -con tienda, saco, abrigo, comida, cocina- pero dotado así con la posibilidad de acampar entre enormes picos nevados cuya magnificencia y belleza nunca me cansan los ojos, especialmente ahora que la altitud y posición del pueblo -3440 m- deja ver muchos de ellos aunque solo por instantes a primera hora. Soñando con esta posibilidad, parto una mañana con una mochila reducida pero con todas mis cosas de acampada.

Namche, oscura entre nubes que no dejan ver los mounstruos que me rodean.

Namche, oscura entre nubes que no dejan ver los mounstruos que me rodean.

Efectivamente, las lluvias los primeros días me generan frustración por no ver la magnitud de esta naturaleza y no poder acampar. La primera noche, al llegar a Tengboche, el frío y la humedad me hacen ver que no hay disfrute posible y escoger, frente a las frías dependencias del gran monasterio que domina el poblado, entre nieblas, dormir en una de las casas de huéspedes del lugar, la más apartada y simple. Allí comenzaba esa vida social de la que a veces huyo orgullosa y equivocadamente. Me dio tanto gusto sentarme en torno a una estufa caliente, poner a secar mis ropas, tomar un té y conocer a los personajes que ya serían decisivos y repetitivos en mis largos días de caminar posteriores hasta el Everest, que me replanteé las cosas.

Con algunos compartiría pasos, conversaciones, ayuda, momentos de tensión y hasta confrontamientos. Serían parte de este viaje, en el que aprendería que la compañía, aunque a veces suponga una entrega de paciencia, cambios de planes o un caminar más lento, rellena con momentos de amistad los huecos que deja mi inquebrantable soledad o independencia, que echaba de menos desde el egoísmo de no compartir mi tiempo con nadie y vivir la aventura más profunda. Algo no me dejaba abandonar a veces a ciertas personas, aunque mi corazón gritase por correr por las montañas pero el paso fuese al ritmo de ellas. Gracias a Paula tengo fotos de esta experiencia.

En Dingboche sí consigo, en una tarde de mejora de tiempo, acampar y poner a prueba mi abrigo, aunque es en una tierra privada donde una mujer intentó cobrarme 500 rupias y me amenaza con la llegada nocturna de yaks… Un hombre solitario cercano me encendió el fuego de su choza, con techo de lona azul, para ayudar a hacerme una sopa que habría consumido demasiado combustible del que yo llevaba, por el intenso frío. Fue un rato silencioso, pero precioso y oscuro frente al leve fuego, por la falta de comunicación. Me fui feliz bajo mi tienda y muy pancho, con el estómago caliente, aunque no dormí mucho porque la premonición de la señora… resultó cierta.

No creía que los yaks saltasen aquellos muretes de piedras pero lo hicieron, aunque no por encima de mi tienda como vaticinaba la señora. Eso sí, pasar alrededor de mí fue un terremoto que me quitó el sueño, y cuando saqué el frontal con la luz roja y ví decenas de ojitos de yak rojitos a unos metros, volví a comprobar su bondad y ternura al ver que huían en estampida cuando tuvieron la visión de un servidor arrastrándose bajo su tienda de campaña con una luz roja. Como si hubiesen visto al demonio.

La mañana llegó más clara y abierta y por fin disfrutaba sin límites de mi acampada entre monstruos blancos y de las vistas del poblado de Dingboche, literalmente frente a una de las montañas más maravillosas de la zona, el Ama Dablam. Ahora sí calenté té con mi combustible y me senté junto a la tienda. Sonreía. Subí hasta el cerro de Dingboche para mejorar el punto de vista y perdí parte de la mañana en regocijo.

El resto del día mantuve esa alegría y caminé despacio para cerrar un día perfecto. Creo que salí tarde de Dingboche tras comer unos momos, comida muy típica y barata tibetana que se ve mucho aquí. Un espectacular valle alargado altiplánico y sin vegetación se me abría como una grieta inmensa en la tierra hacia el oeste, y el entorno era tan espectacular que me negué a llegar al siguiente poblado, Dungla, sin intentar otra acampada. Esporádicos yaks salvajes se cruzaban en mi camino y un arroyo suave en el fondo de la grieta abismal que recorría me prometía agua para pasar la noche. El glaciar que baja de los picos del Tobuche y del Taboche se veía ya en frente, sujetando las aguas turquesas y reflectantes del lago Chola. Si miraba atrás tenía al Ama Dablam como un sueño hasta el cielo -y le quedan dos kilómetros de altura para igualar al Everest!!!-, si miraba a mi izquierda tenía al Tobuche. Me salí del camino por la derecha hacia las alturas y, rozando los 5000 metros de altitud, escogí el lugar.

Los caminantes no podrían verme pero yo a ellos sí, y cerca tenía una roca enorme donde sentarme a tomar el último té con luz, cubierto con mi poncho y muy sereno, con vistas a todos estos picos blancos que rozan los 7000 metros, a la inmensidad más bonita que podía soñar…. hasta ahora. Tuve el tiempo justo de pasear un poco mientras observaba cómo las nieblas-serpiente que suben al anochecer desde el fondo de los valles cubrían mi espectáculo privado, antes de volver a ‘mi casita’.

* * *

«Entre rezos y muchas capas de ropa, solo he tenido frío en los pies al alba. He dormido relativamente bien, y aunque hubiera sido peor, todo merece la pena cuando ‘decido’ despertar con la primera luminosidad, tras excesivas horas de semi-sueño en la tienda (al anochecer ya no puedo estar fuera por el frío) y encuentro, tras la cremallera, ese espectáculo soñado de claridad y definición (las montañas parecen tener contratados unos buenos periodos de visibilidad total solo al amanecer) en el que por mucho que me esfuerce, nunca me canso de observar los infinitos detalles del panorama, pareciera que uno se ha puesto lentes, o gafas, todo esta increíblemente definido en esta hora.»

El valle desde cerca de mi campamento

El valle desde cerca de mi campamento


El Ama Dablam amanece iluminado por unos rayitos de sol naranjas

El Ama Dablam amanece iluminado por unos rayitos de sol naranjas

Los primeros rayos de sol tocaban aquellas cumbres y se iluminaban de naranja lentamente, vistiéndose hacia abajo, los hielos blancos parecían quejarse y soltaban esporádicas nieblas como chimeneas. Primero el Ama Dablam y después Taboche, Tobuche. De pronto me doy cuenta de que tengo la palma apoyada en la hierba himalaica, de colores rojo y verde, y está congelada, como mi tienda de campaña por fuera, las gotas de condensación de la noche (sin lluvia!!) congeladas como botones. Es la única parte del cuerpo que tengo fuera, soportando el peso de mi cuerpo ladeado hacia el exterior, y el de mi curiosidad por ver, sin perder detalle, la evolución matutina de este profundo lugar de los Himalayas. Llevo unos diez días caminando desde que se acabaron las carreteras, y estoy a unos dos días del campamento base del Everest.

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