El jóven y el bosque

(continúa)

Al cabo de una hora de tener aquella revelación, estaba perdido. Acababa de leer un libro de Hemingway, ‘El viejo y el mar’, que habla de la superación y la paciencia de una persona noble en el mar. Es de esas coincidencias que no pueden ser casualidades y parecen haber requerido una intervención. Tardé 3 días en salir -sin agua ni comida- y las montañas me hicieron ver la desesperación provocada por el cansancio, la sed y el hambre. Como el viejo.

Yo no tuve su paciencia y perdí el norte varias veces, me destrocé el cuerpo y la piel, me arriesgué mucho y aprendí más. Me topé con precipicios que me hacían volver sobre mis pasos de las últimas ocho horas, avanzando pocos pasos en horas por la dificultad del terreno. A veces estaba en pendientes tan empinadas y rocosas que todo lo que agarraba, por la humedad de la selva, se desmoronaba y caía de nuevo perdiendo las fuerzas y una hora de tiempo. Volvía a encontrarme con un barranco, y casi lloraba de la desesperación. Estaba empapado en lluvia y sudor, me rompí dos uñas tratando de asirme, mis espinillas estaban sangrando por chocar con rocas, las nubes tapaban cualquier orientación solar o estrellada para mantener un rumbo. Cuando bajaba durante horas a zonas de quebrada buscando agua, no había ni rastro. Atravesé zonas de pinchos que me desgarraron, perdí partes de la mochila que se enganchaba contínuamente en las lianas sobre mi cabeza y que no me dejaban ni espacio para cortarlas con el machete pequeño que siempre llevo. Mis nudillos sangraban por chocar con ellas sin espacio. Cuando la noche llegaba, intentaba montar mi toldo de plástico sobre mi hamaca-red entre las ramas para no mojarme, pero me despertaba en la noche empapado en mi saco y me rendía una y otra vez, implorando y soñando con el último momento feliz que tenía en la cabeza: aquella catarata y su revelación. Llené mi cantimplora con el flujo del toldo y al menos bebí unos tragos seguidos.

Una vez ví las estrellas entre las ramas y pude llenarme de esperanza. Como el viejo en el mar.

Durante la última mañana tuve que pasar dos horas limpiando todo mi equipo de millones de hormigas asesinas que me mordían sin parar y estaban metidas en el sudor de mis ropas y mochila: curioso que les encantaba eso y habían dejado un trozo de carne que llevaba, cruda, pasada y apestosa en el suelo, intacta. Más tarde chupaba el agua del musgo de cada rama horizontal que debía apartar de mi cara, lo que me daba energía aún con su sabor amargo. Salió el sol y ví un pico que me sonaba, creí en mí y me tiré hacia él, cruzando una zona de lianas pinchosas cuya única manera de ser atravesadas era darme la vuelta y tirarme de espalda sobre mi mochila y ellas y rodar pendiente abajo, hacia atrás, avanzando dos metros cada vez. Durante 48 horas todo estuvo en mi contra. Finalmente me topé con un nuevo barranco que no podía saltar. Me repetía mentalmente -ya está dani, ya está, ya salimos- siempre yo y yo mismo, dos.

Me encaramé por el barranco y volvieron las ramas podridas de agua que se desmoronan de raíz. Llegué a un límite y sólo podía continuar lateralmente confiando en una rama, una de cada diez era joven y mantenía mi tremendo peso y el de mi pesada mochila empapada. Miré atrás y ví una gran caída, quedaban pocos segundos antes de que mis débiles brazos se agotaran y me dejaran caer. Confié en la rama, ni pensar en volver atrás, me colgué, y se rompió.

Caí de espaldas unos diez metros. Tuve tiempo de pensar en lo horrible que podía ser ese momento, o si sería el último. Pensé en mi madre y en si podría caminar después de la caída o no. Abrí los ojos y mi mochila había amortiguado el golpe en arbustos y ramas, aunque tenía rocas alrededor. Sonreí porque ya estaba abajo, más cerca del valle, quizás de un río. Pero sabía la suerte que había tenido y lo estúpido e innecesario de todo aquello. El viejo del mar sonreía conmigo.

Continué y las cosas empeoraron. Cada vez que mis espinillas ya blandas de golpes debían de arrastrar más lianas me moría de dolor y me dejaba caer cinco minutos sin luchar más, me rendía. Las ramas se enredaban violentamente en mi pelo recogido, todo era muy hijo de puta. Más tarde grité pidiendo ayuda por primera vez en mi vida. Estaba cerca de una chabola que ví al pasar hace días antes de perderme, en la que estuve sólo con un zorro marrón durante una hora. Lo sabía, eso era seguro, quizás el dueño fuese a trabajar a su chacra y me oyese.

Al cabo de dos horas oí una voz contestando en el valle. No nos entendíamos pero nos gritábamos y silbábamos hasta que estuvimos cerca. Olvidé de nuevo el dolor y me tiré hacia esa voz, mi salvador. Apareció entre las ramas con un machete decente y le seguí, contándole todo tipo de berreas lleno de éxtasis. No me escuchaba.

Hacía sol, él tenía bananas de la chacra y un balde de agua donde limpiarme a mí y a mis heridas. Madera para fuego astillada. Me senté en el mismo lugar donde observaba al zorro días antes, antes de mi odisea. Podía secar mi ropa y dormir seco bajo una techada de calamina. No podía asimilar todo lo sucedido, pero repensaba especialmente mi caída y el por qué de todo aquello. Obviamente fue uno de los peores y mejores momentos del viaje. La naturaleza me había enseñado los dientes y sentí que todo había sido necesario para algo. Para empezar no volvería a cambiar un lindo paseo por un amigable parque nacional como el de Tingo María, por un sufrimiento y riesgo como aquel.

Cuando llegué a la primera aldea en el camino, una mujer adulta y preciosa con unas pintas super cachondas y un moño ceniza muy especial me miró y exclamó: -Pobrecito, papá!

Ella fue mi mamá, me alimentó, me dio cama y enseñaba mis heridas a sus familiares cuando llegaban, tras lo cual escuchaban mi historia y me envalentonaban hablando de los tigres y serpientes que poblan esas montañas, a lo que yo reevaluaba mi suerte, destino y porqués entre sorbo y sorbo de sopa.

Mis salvadores junto a su cocina

Mis salvadores junto a su cocina

Unos niños corrían por el campo verde central de la aldea, las estrellas salieron como nunca en la oscuridad de estas montañas, me pareció sentirme más a salvo y vivo que nunca, mientras escuchaba el arroyo que corría alrededor de la aldea, cercándolo de agua y de una tonada contínua que se perdía hacia arriba, en mis montañas, con las que hacía las paces, y sonando como un diapasón alegre que me recordaba mi suerte, lo bueno de estar a salvo, y me hacía valorar la vida más que de costumbre.

3 comentarios en “El jóven y el bosque

  1. hey amigo, soy el frances que encontraste en Titicaca, al pico de la montaña. cabe decir que tu historia es un placer a leer, y a vivir con vos a traves de lo que sientes en cada momento. Suerte para el futuro, voy a seguir la lectura.

    • Hey John!!

      Que rápido has llegado por aquí por le blog…
      Es un placer encontrar gente como tu y sentir tu interés en esto.

      Tus palabras son muy bonitas, gracias!
      Nos encontramos!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *