La hacienda cafetera

Me apetece mucho encontrar en Colombia un buen costal de café y meter la mano hasta el codo. Y olerlo.

Cerca de Armenia, hay una hacienda cafetera idílica para adentrarse en el café y degustar uno hecho al momento con todo lujo de detalles, entre unas montañas bajas y en un lugar soleado.

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Cuando llegamos nos encontramos a un burro de carga con una linda muchacha, que nos contó que el burro ha sido siempre el encargado de cargar con los costales de café hasta que llegó el famoso jeep willys.

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Los jeeps willys

Los jeeps willys


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Mirada de vaca

En algún momento de los recorridos por el corazón de Colombia, me sorprendió ver una vaca muy comodona.

Estaba muerta, y no pude evitar acercarme a observarla. El silencio se hizo mientras la miraba a los ojos, había algo de expresión en ellos… y sentí como un torrente de pensamientos me inundaba la mente. Me dí cuenta de que mi cara era de dolor, y de que sentía algo raro.

Sentí la presencia de la muerte, y como yo estaba tan vivo, escapé.

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En el corazón de Colombia

13 Marzo 2014

Me sumerjo en Colombia, en su corazón.

Ya en el eje cafetero colombiano, me encuentro en Salento con Will, al que conocí en Méjico y los dos sabíamos que nos reencontraríamos en algún momento. Estamos exactamente en el mismo momento de nuestras vidas, en el momento de encontrar respuestas y decidir quienes somos. Hemos dejado atrás buenísimos trabajos, personas hermosas y vidas aparentemente dulces para volver a empezar, esta vez sin dudas. Hemos ahorrado para que nuestras vidas no se nos escapen, y los dos bajamos por el continente desde Méjico, escuchando atentamente y mirando el fuego reflexivos, mientras cada experiencia nos marca y observamos cómo cambiamos con menos pena y más júbilo, con más tiempo para observarnos y entender qué es lo que verdaderamente nos falta en esta vida, lo que necesitamos y lo que somos. Dos españoles que han escapado de muuuchos años en grandes ciudades europeas y sus rutinas, y que creen que debe haber algo más. Así fue el encuentro con Will, un espejo en el que ver que hay más gente en el mundo con el mismo devenir de ideales, y con los mismos conflictos internos.

Salento es el marco perfecto para nuestras interminables charlas. Un pueblo antiguo en el Quindío, con lugareños humildes y con caballos. Campesinos y trabajadores, gente simple. Una plaza con iglesia, tiendas monas, caballos y jeeps ‘willy’, el clásico y viejísimo jeep que puede verse en todos los cafetales del país. Calles con casas alegremente coloreadas y balcones, cafeterías con buen café y pastas. En el medio de valles de un verde único, haciendas cafeteras, picos nevados todo el año, como el de Ruiz, y rodeado del árbol nacional de Colombia, la uniquísima palma de cera, que alcanza unos exagerados 70 metros en el tronco y vive alejada de la costa.

La calle real de Salento y la escalinata al mirador

La calle real de Salento y la escalinata al mirador


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La música de los días

Y los sonidos?

Yo también los echo de menos, y desgraciadamente sigo sin echarme una cutre grabadora al bolsillo después del Robobo de la Locura.

Pero llegará. Mientras tanto, sigo al menos escuchando los sonidos que sólo se oyen aquí, e intento grabarlos en mi memoria orgánica.

No obstante, para calmar los oídos de aquellos que améis las ondas, y cuyos dedos empiecen a hacer ritmos de cualquier objeto que se encuentren, como los míos, y vean música rítmica en los ruidos de cada uno de los días, como mis ojos, he aquí un presente (gracias a Flor)

Los mismos cachondos suecos tienen una peli más larga y atrevida.

Es que está el Rey

Entrar al único bar del pueblo donde televisan un clásico en final de Copa del Rey completamente sudado después de buscarlo por callejones ardiendo, tiene su aquel.

Se hace el silencio momentáneamente, y después de escuchar la palabra Jesucristo unas 80 veces en todos los rincones del bar, la gente consigue volver a concentrarse en el partido.

Me entrego a mi cerveza y al aire acondicionado y me sumerjo en España. Las caras de los jugadores, las de los asistentes… la del Rey. Poco a poco me voy olvidando de donde estoy, hasta que entre vociferios, una mujer le grita a su marido RELÁHATEEE más alto que nadie, con su acento venezolano, tan fuerte que me hace pensar en cómo es posible que toda esta gente hable nuestra misma lengua -me pasa a menudo-. Un gracioso con unas birras de más quiere hacer reír a los demás preguntándome a quién le voy. Me pilla por sorpresa, y por resorte digo del Madrid -aunque por dentro ya estoy cuestionando por qué, cuando es lo último que me importa en el mundo, y en el fondo me gusta más el Barsa-, a lo que el suelta su chiste: -«Pues como te pareces a Jesucristo, no os salva ni Dios».

Vuelvo a España. Observo detenidamente la importancia del partido, la mierda que conlleva. Noto el enorme mal rollo del estadio, el desprecio de los perdedores al recoger su medalla del Rey, el mal rato que pasa, la imagen que se da, el odio, el mal perder, lo ridículo. A lo que hemos llegado. Que el estado de ánimo de tantísima gente dependa de si el árbitro pita o no un fuera de juego, o de si el Madrid hubiera fichado o no al mismísimo hijo del viento.

El paisano de al lado le dice al otro, -«Mira, ése es el Rey, es que está el Rey, por eso se llama la Copa del Rey», muy satisfecho, ignorando cualquier cosa más allá de esa presencia.

El paripé, la espera, las caras largas, Casillas.

Estoy tan sumido en esa realidad que me quedo casi solo en el lugar, mirando abobado la pantalla, pensando en un miércoles santo.

Salgo, y mi realidad me golpea con 35 grados, multitud de músicas reaggeton y bachatas con acordeón, vendedores de calle y coches americanos destartalados de los 80, de los del equipo A, fords, chevrolets, dodges cuyas puertas han de ser sujetadas porque ya no enganchan.

Me gusta ver que hay mucha gente que ni sabe que ese partido está pasando, y que en lugar de preocuparse por quién gana, lo hacen por la cola de horas que han de hacer para el único supermercado, y por si les quedará carne o mantequilla cuando consigan entrar.

Me alegro muchísimo de estar aquí, de volver a lo mío. Me voy a orillas del Orinoco, que es inmenso como cualquier embalse de los nuestros, a digerir los sucesos, donde las últimas camisetas del Barsa desaparecen entre los millones de túnicas de la única procesión que se ve por aquí al año, imitando las nuestras. Y que son, por cierto, del mismo color.